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Manuel C. Díaz y Díaz

Es muy difícil hacer la laudatio de alguien cercano. Estoy seguro de que otros habrían abordado la tarea con más tranquilidad y, posiblemente, con tanto afecto; pero voy a intentar hacerla de tal manera que se pueda percibir al ser humano que se escondía tras aquellas gafas de cristales muy oscuros. Acerca de palmarés académico y civil, de sus doctorados honoris causa, de sus premios y distinciones y de su bibliografía han escrito afectuosa y piadosamente muchas cosas Antonio Linage Conde en Biuium (Madrid: Gredos, 1983), Manuela Domínguez García en Euphrosyne (22, 1994), y en In marsupiis peregrinorum (Firenze: SISMEL, 2010); ella también, en compañía de José García Oro, en la recopilación de artículos de Escritos jacobeos (Santiago: Universidad-Consorcio, 2011), etc. De modo que me siento libre de dibujar un panorama de su investigación: ellos lo han hecho mucho mejor de lo que yo podría.

El Profesor Manuel C. Díaz y Díaz, mi padre, fue una persona muy celosa de su intimidad y procuraba siempre que entre el exterior y él hubiera una especie de barrera que le permitiera mantener a salvo su «castillo interior». Y así ya desde niño, según cuentan las crónicas; sin pretender ser un puer senex, ni serlo, mi padre dejó un recuerdo curioso entre quienes le dieron clase, recuerdo del que tuve noticia hace poco al enterarme, por un amigo común que me contó, por boca del anciano profesor de Filosofía que tuvo mi padre en el Instituto de Ávila, una anécdota significativa: cuando se examinó de Reválida de Cuarto, el tribunal se fijó en que en el aula había un chico delgadito que salía siempre el último de cada una de las pruebas y que daba la impresión de estar como arrobado. Y D. Manuel Mindán Manero, miembro del tribunal, su viejo profesor (murió hace poco a los 103 años), le contaba a este amigo suyo «Y mire usted, el muchacho parecía que estaba en la luna, y salió siempre el último? pero no se recordaban en Ávila exámenes de Reválida como los que él hizo? y pensamos todos, 'este hará Ciencias', pero no, luego supe que había hecho Clásicas en la Central». Muchísimos años después de haberle dado clase, recordaba todavía la atención silenciosa y la curiosidad infinita de aquel jovencito, al que todos daban por hombre de Ciencias, y matemático a mayor abundamiento, que acabó dedicándose a la Filología Clásica y consagrándose a la Edad Media en todas sus manifestaciones.

Es muy fácil ahora, en plena reforma a la bononiense, imaginar un currículo de estudios de amplio espectro pero, en 1967-1968, echar a andar una especialidad de Filología Clásica abierta a las Filologías Románica e Hispánica fue un avance increíble, e incomprendido entonces y tal vez ahora también. La modalidad Hispano-Latina que se estrenó en Santiago bajo su dirección suponía que se sumaban los estudios tradicionales de Latín y Griego con las disciplinas troncales de Hispánicas: Gramática histórica, Lengua y Literatura Españolas, Lingüística Románica, etc. La idea funcionó durante un par de Ciclos, pero al socaire de sucesivas reformas, acabó desapareciendo en beneficio de una visión más tradicional. No deja de llamarme la atención el hecho de que, en bastantes de las reseñas necrológicas que siguieron a la muerte de mi padre, los autores se lamentaban de la ocasión perdida. Porque el caso es que si comparamos los planteamientos generales de los estudios de Filología latina medieval, y de sus correspondientes lengua y literatura, en el resto de Europa, resulta que los intereses y las preocupaciones de Díaz y Díaz suponían, siempre, una dependencia básica e inalienable de una formación previa en Filología Clásica; esta es la razón por la que todos los que hemos pasado por sus manos académicas, por mucha vocación por lo medieval que hubiéramos sentido, nos hemos visto en todo momento dependientes de una formación clásica sólida y centrada en los textos y en su lectura. Recuerdo que, durante la carrera, nos decía repetidamente que ni siquiera los autores clásicos del canon más convencional nos habían llegado en edición crítica teubneriana u oxoniense, sino en manuscritos trabajosamente copiados unos de otros por unos personajes beneméritos que no siempre entendía lo que sabían que merecía la pena copiar, pero lo copiaban lo mejor posible, conscientes de que su labor era importante. Y añadía, «Y si Cicerón o Virgilio eran importantes, y sin embargo, seguían planteando problemas, calculen ustedes lo que sucederá con autores no menos importantes para los que no contamos con la ayuda de centenares de comentarios y traducciones, y a los que tenemos que enfrentarnos a pecho descubierto, con nuestro conocimiento personal del latín, sin ediciones bilingües». Porque Díaz y Díaz y los textos, las ediciones, los manuscritos? era, en el fondo hablar de lo mismo, de una pasión por investigar, y de una curiosidad universal. En una de las reseñas de obituario que se le dedicaron, el autor, entre admirado y conmovido decía «Sus alumnos aseguran que Díaz y Díaz tenía en la cabeza todos los códices hispánicos» y durante el asombroso Coloquio sobre la circulación de códices en la Península, que se celebró en Santiago en 1982, los asistentes, incrédulos ante la agilidad y entusiasmo del coloquio entre mi padre y Manuel Mundó, comentaban que, siendo básicamente un latinista, mi padre «citaba, aducía y describía manuscritos y se movía por ellos y entre ellos como si los tuviera delante en todo momento»; otra gran investigadora de la musicología medieval, hablando de él, decía que una de sus grandes preocupaciones era «poder despejar algunos errores recalcitrantes que se habían adherido al corpus de códices visigóticos. Uno de ellos era el de los scriptoria y las dataciones».

Estaba convencido de lo que decía, y se le notaba. En el obituario de La Vanguardia, bajo el título de «Más allá del rosa/ rosae» se citaba una opinión suya muy meditada en la que creyó hasta sus últimos días: «saber latín es? descubrir el lenguaje literario de los textos, y no pasarse horas a la caza de genitivos. Nunca creí mucho en la gramática». En lo que sí creía, y quedó claro en aquella especie de testamento académico que fue su ponencia en el IV Congreso de Latín Medieval de Lisboa en 2006, era en la necesidad irrenunciable de buscar siempre a los seres humanos que subyacen a los textos, y hallar sus testimonios vivos, para hacerlos vivir de nuevo porque, conforme a la creencia de los antiguos romanos de que, cada vez que un viandante leía en voz alta el texto de un epitafio y pronunciaba el nombre del muerto, algo en el mundo de las sombras recibía un pequeño consuelo y, por así decirlo, un soplo de vida prestada, así Díaz y Díaz se esforzó siempre por contagiar el entusiasmo que en él despertaban los hombres que habían tenido que ver con sus textos, con sus códices, con sus pizarras visigóticas. La ponencia de Lisboa, significativamente, se titulaba «El filólogo clásico ante el latín medieval».

Soy consciente de que quizás no sea 'políticamente correcto' que el beneficiario de la laudatio intervenga en ella, pero no me resisto a subrayar cuanto acabo de decir con unas palabras entresacadas de aquella ponencia con la que casi llegó a cerrar un círculo que había abierto con su ponencia en el Congreso de Estudios Clásicos de Madrid en 1956, un manifiesto a favor del latín medieval: «Las obras antiguas suelen estar transmitidas por viejos manuscritos, a veces sumamente antiguos. ¿Quién preparó el pergamino que componen sus cuadernos? ¿Quién dispuso su caja de texto, mediante las oportunas regladuras? ¿Quién dispuso los cálamos con que se escribió, quién preparó poco a poco la tinta necesaria, no sólo para el texto, sino en su caso para las rúbricas? ¿Quién dio la orden de escribirlo y puso el dinero necesario para su confección? ¿Quién y con qué modelos lo ilustró? ¿Quién lo recibió al salir del taller tras haberle dado la forma final? ¿Se proponía algo el que dispuso la copia? Pasado el tiempo, ¿cuántas gentes lo manosearon antes de que cayera en nuestras manos? ¿Cuántos, quiénes lo han visto, tocado, transcrito, fotografiado desde entonces? Tenemos que darnos cuenta de que un texto no es sólo el producto de un autor, sino el resultado de una aceptación entre sus destinatarios, las gentes que lo leyeron y le dieron valor, de otras personas que se procuraron copias, y de los copistas que al sacar sus transcripciones leyeron mejor, o peor, con más o menos atención, su apógrafo. Un texto? representa el afán de muchos que trabajaron sobre él».

Desde luego, era atípico desde muchos puntos de vista: uno de los aspectos más sorprendentes de su inteligencia, tal vez el que movió a tantos de sus profesores a creer que iba a ser «de Ciencias» era su asombrosa capacidad de cálculo. En un breve in memoriam que escribí para la revista Myrtia, recordaba que, si mi padre hubiera tenido tiempo, habría querido, me dijo muchas veces, comprarse una cámara multiespectral para hacer un estudio sistemático de las letras de sus escribas más queridos, y penetrar hasta los recovecos espectrales, desde lo infrarrojo hasta lo ultravioleta, de la caligrafía de Vigilano, de Petrus y, sobre todos los demás, de Sampiro; estaba convencido de que semejante investigación sería revolucionaria; pero no tenía ya la vista para bromas, y la muerte lo detuvo cuando intentaba convencerme a mí de que llevara a la práctica su idea.

No voy a hablar de su fascinación por la informática y el mundo de la computación, porque es tal vez un aspecto suyo muy conocido, a ella se dedicó con entusiasmo desde los primerísimos años setenta, codeándose con físicos y matemáticos y llegando a ser él, ¡uno de Latín! el primer director del Centro de Cálculo de la Universidad de Santiago. No voy a hablar tampoco de su capacidad como traductor, con la que resultaba emocionante en clase, porque ya lo hizo con la mayor simpatía Ramón Irigoyen en uno de sus Al día: «Como traductor de Latín, Manuel Díaz fue un auténtico genio. Su traducción del Satiricón, de Petronio, batió récords de talento? Manuel Díaz traducía lo intraducible. Por ejemplo, el texto del Satiricón 'inguina atque ingenium', que es una paronomasia intraducible, él lo tradujo genialmente por 'sexo y seso'».

Y al hilo de esta pasión suya por el cálculo y la teoría de números, creo que podría ser oportuno recordar su poco conocida faceta de tertuliano: devoto de sus amigos y aficionado como pocos a la discusión de omni re scibili, encontraba siempre tiempo para participar en las reuniones de varias tertulias «multidisciplinares» en las que se cultivaba el arte de charlar y debatir con calma y con sosiego de todo lo habido y por haber. Pero es que, dentro de esas aficiones muy personales, y muy poco conocidas, tenía una de lo más insospechado (de la que también se hacía eco Irigoyen): Díaz y Díaz era un enorme aficionado a los coches, un extraordinario conductor que disfrutaba (ciertamente en tiempos menos crispados y menos tutelados) de la velocidad y de las carreteras más complicadas, y que contribuyó a la canities de bastantes amigos y colegas.

¿Qué más puedo decir? Desde que ingresó en el hospital, del que ya no salió con vida, se dedicó a escribir, como siempre, pero se vio obligado a hacerlo al dictado y tuve el placer de verlo rematar, dictándomelos al ordenador, algunos trabajos que tenía montados, y poner el punto final a un estudio codicológico sobre el Tumbo A de la Catedral de Santiago. Como si la enfermedad le fuera ajena, se dedicaba a trabajar y a atender visitas, hasta el punto de que a las enfermeras y a los médicos los traía locos, porque no entendían que alguien pudiera divertirse haciendo cosas tan infrecuentes.

Era consciente, y así lo señalaba, de que al publicar en León su Valerio del Bierzo había logrado cerrar también el círculo de su trabajo científico; creo que esa fue la feliz intuición de Helena de Carlos cuando, en el obituario que le dedicó, hablaba de que esa «conmovedora monografía? era una suerte de regreso feliz a su tesis doctoral y a su juventud académica».

Daba la impresión de andar buscando cabos sueltos o, por decirlo así, cuentas pendientes con su profesión: el día 1 de febrero, tres días justos antes de morir, me preguntó de repente: «¿Te acuerdas de que en Salamanca te había enseñado a hacer operaciones aritméticas en cifra romana?», «Claro», le dije. «¿Y sigues acordándote de cómo se hace?», «Por supuesto», contesté. «Pues hijo, ya sabes: tienes que enseñárselo a quienes puedas, porque yo no tengo ni idea de cuántos sabrán hacerlo todavía, y no hay forma de entender a los gromatici sin eso». Genio y figura.

José Manuel Díaz de Bustamante