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Germán Orduna

Germán Orduna fue una de las figuras mayores del hispano-medievalismo argentino y, en el estricto campo filológico, creo que sólo María Rosa Lida de Malkiel tuvo una obra de mayor repercusión local e internacional, dentro de una tradición crítica rioplatense que aún no es centenaria.

Prácticamente desde sus inicios en la investigación, supo articular el análisis literario con la edición crítica de ciertos textos. Así, a partir del trabajo de preparación de una edición de la Vida de Santo Domingo de Silos (Salamanca, 1968) desarrolló estudios incisivos sobre distintos aspectos de la obra berceana, entre los que destaca su análisis de la Introducción a los Milagros de Nuestra Señora, publicado en las Actas del II Congreso Internacional de Hispanistas (Nimega, 1967). También, a partir de su edición del Libro del conde Lucanor et de Patronio (Buenos Aires, 1972), elaboró trabajos hoy ineludibles sobre el uso del exemplum (en Juan Manuel Studies, Londres, 1977) y la autobiografía literaria de don Juan Manuel (en Don Juan Manuel. VII Centenario, Murcia, 1982) —para mencionar sólo dos artículos que admiro particularmente. Todo esto, más sus trabajos sobre Manrique, el Romancero y el Mio Cid, le habían granjeado merecida fama entre los especialistas, pero su tarea principal, relacionada con la reflexión teórica en torno de la crítica textual (condensada en su libro Ecdótica. Problemática de la edición de textos, Kassel, Reichenberger, 2000 y en los trabajos reunidos póstumamente en Fundamentos de crítica textual, Madrid, Arco/Libros, 2005) y con la edición de la obra poética y cronística del Canciller Ayala (primero, el Rimado de Palacio, editio maior en 2 vols. editado en Pisa, 1981, editio minor en los Clásicos Castalia, Madrid, 1987; luego, la Crónica del rey don Pedro y del rey don Enrique, Buenos Aires, 1994-1997), lo obligó a concentrarse durante largos períodos en un trabajo silencioso e invisible, un trabajo que dio frutos de indudable solidez pero de resonancia comparativamente menor al de otro tipo de estudios críticos.

La primera generación de discípulos, a la que pertenezco, lo conoció en ese momento de perfil bajo e intenso trabajo de comienzos de los años ochenta. Daba entonces sus clases, como Profesor asociado a la cátedra de Literatura Española Medieval de la Universidad de Buenos Aires, para un grupo reducido de alumnos en una pequeña sala anexa a los institutos de investigación de la calle 25 de Mayo, a media hora de distancia de la sede central de la Facultad de Filosofía y Letras, donde el titular de la cátedra enseñaba ante nutrida concurrencia.

A pesar de esa posición marginal, la fama de sus clases lo destacaba ya como uno de los mejores profesores de la carrera de Letras. Poseedor de un profundo sentimiento nacionalista, desdeñó en los años grises de la dictadura la posibilidad de una carrera destacada en Europa —concretamente en Alemania— y empeñó todo su esfuerzo en la conformación de un equipo de investigación y en la fundación de un órgano de difusión académica: tales fueron el Seminario de Edición y Crítica Textual (SECRIT) y la revista Incipit, cuyo primer número vio la luz en plena Guerra de las Malvinas. Con la llegada de la democracia, a mediados de los ochenta, también llegó para Orduna la titularidad de la cátedra y un explícito reconocimiento internacional a su labor.

Cualquiera que haya leído sus trabajos o lo haya escuchado exponer o disertar en congresos internacionales conoce sus méritos como investigador metódico y riguroso, como lector agudo y sensible, como escritor preciso y de muy buena pluma; no es necesario que abunde yo aquí en lo evidente. Quisiera, en cambio, detenerme un poco en algunas facetas menos visibles de su manera de investigar y de enseñar.

Como director de equipo y como maestro de sus colaboradores, Germán Orduna tenía un modo muy peculiar de incentivarnos: daba por sentado que cada uno de nosotros poseía un talento y una erudición que nos ponía casi a su altura (por supuesto, el «casi» resultaba discretamente apuntado en cada charla), con lo cual terminábamos redoblando esfuerzos para responder, dentro de lo posible, a esa imagen ideal, a su alta opinión, para no decepcionarlo o para retribuir con trabajo y superación tanta generosidad, tanta buena disposición. Lo demás tenía mucho que ver con el ejemplo silencioso: uno aprendía a investigar viéndolo investigar, copiando sus métodos, siguiendo el sistema de razonamiento que subyacía en las charlas de cada día a la hora del té, en el Secrit (así es, se tomaba té, para asombro e incomodidad de visitantes como Alan Deyermond, que hubieran agradecido una copita de alguna bebida un poco más contundente).

Es bien conocido que Germán Orduna era una persona de ideas conservadoras y de una profunda y sincera fe católica, lo que venía acompañado por una mentalidad abierta y una lucidez crítica que nos permitió, a los muchos que no compartíamos su postura ideológica, trabajar con él en un clima de absoluta libertad —algo que, desgraciadamente, no resultaba tan común entre los colegas progresistas de mi Facultad.

Como profesor era sencillamente insuperable: su perfecta dicción del castellano antiguo y su manera de decir los textos, fuera el Mio Cid o la lírica amorosa manriqueña, para mencionar dos de sus puntos más altos; sus dotes histriónicas que le permitían leer La Celestina desplegando con su voz los matices peculiares de cada personaje; su manera genial de articular una presentación general básica de los temas con una discusión profunda de las últimas teorías de la crítica o con las ideas aún en proceso de decantación que traía al aula desde su gabinete de investigador. Contaba para ello con la mejor formación que el sistema educativo argentino de mediados del siglo XX podía ofrecer, a través de una de sus mejores instituciones: el colegio Mariano Acosta. Una formación pedagógica que recorría integralmente los niveles primario, secundario y terciario le proveyó de herramientas tanto intelectuales como prácticas —tales como ejercicios de respiración y de impostación de la voz, que todavía a sus 73 años le permitían dar clases teóricas de cuatro horas sin el menor esfuerzo durante la mañana, para luego continuar el trabajo de investigación durante toda la tarde—, herramientas que supo aprovechar al máximo. Jamás fue rutinario, ni adocenado, ni condescendiente; cada clase era un despliegue de problemas y de incentivos para pensar. Un compañero me dijo una vez que Orduna nos daba clases como si fuéramos estudiantes de Oxford o de Harvard (con ello quería decir, ya que ninguno de nosotros tenía idea concreta del asunto, que nos trataba como si estuviéramos en un ámbito de la máxima excelencia académica), y pretendía con eso marcar un defecto. Y era verdad que él no parecía prestar atención a las condiciones concretas de nuestro precario ámbito universitario o a los baches de nuestra formación. Pero yo veo en eso una virtud que le agradezco profundamente.

Porque bastaba seguirlo un poco para darse cuenta de que él sabía muy bien dónde estaba enseñando y con qué bueyes araba. Pero se negaba con toda firmeza a convertir eso en una excusa para no aspirar a un resultado de primer nivel. Nos inculcó de ese modo una actitud que nos puso a salvo, a cuantos quisimos entenderlo, de la auto-indulgencia del «pobrecito» del Tercer Mundo. Si trabajábamos en universidades y en centros de investigación con presupuestos minúsculos, si nuestras bibliotecas estaban faltas de casi todo, pues eso significaba que había que trabajar más, que nos llevaría más tiempo, que nos costaría el doble o el triple que en otros ámbitos, pero que el resultado final igual debería estar a la altura de los estándares de la producción crítica internacional.

Tuve el honor y la fortuna de ser su colaborador más estrecho durante dieciocho años; en ese tiempo aprendí lo esencial de este oficio de la investigación y de la docencia en el hoy vapuleado campo de la filología, pero también viví y correspondí una corriente de afecto que nos puso en sintonía y que dio a nuestro humilde quehacer cotidiano otra dimensión, otra conexión con la vida, que convirtió nuestro amor por las letras en un sentimiento más amplio y generoso, ese cuya vibración captaba en su voz durante las clases y que hoy intento remedar ante mis alumnos como una forma íntima y profunda de honrar su memoria.

Leonardo Funes